miércoles, 21 de enero de 2015

Relatos: "Rojo-carne"


Al principio no podía abrir los ojos. Mis párpados se besaban con la saliva de mis legañas y un sabor a metal oxidado se aferraba a mi paladar. Me levanté a ciegas, tanteando a mi alrededor: una mesa, la puerta, la textura rugosa de la pared... Y llegué al baño. El olor a lejía me arañaba la nariz. Mis manos reptaron por los azulejos hasta dar con el interruptor y la oscuridad se tiñó de un rojo luminoso, de rojo-carne. Con ayuda de mis dedos, me abrí los párpados, que gimieron como velcro al despegarse.
Entonces miré mi reflejo en el espejo. Un rostro blanco.
Mi lengua bailó dentro de su guarida y volví a degustar aquel sabor metálico. Abrí la boca y miré su contenido mientras dos gotitas de sangre paseaban por mi barbilla y se tomaban de la mano antes de saltar al vacío.
El interior de mi boca. Mi lengua... ¿Dónde estaba el lado izquierdo de mi lengua? Lo examiné, acercándome más al espejo. Había trocitos de carne entre mis dientes, minúsculos, sangrantes.
Llamé a mamá dejando el lavabo perdido. La llamé mientras cogía el hilo dental.
¡Mamá! ¡Mamá!
Y cuando llegó al baño, con el rostro arrugado como una mala idea, me preguntó qué me pasaba.
Yo abrí la boca y le señalé el vacío, pero ella no se asustó. No tenía ni idea de a qué me refería.
¡Me faltaba un trozo de lengua! ¿No era obvio?
Volvió a la cama, gruñendo como un bulldog que me acostara, que me dejara de tonterías, que era tarde. Y yo volví a mi cuarto sin dejar de tragar sangre y saliva.
Al despertarme al día siguiente, me faltaba el lado derecho de la lengua, rojo-carne entre mis dientes.
Vomité, y vomité algo oscuro y pastoso contra el brillante olor a lejía.
Ese día no fui a clase. Mis padres no comprendían, no entendían por qué cada vez hablaba peor, por qué masticaba mientras dormía.
Al día siguiente me faltaba otro pedazo. Me llevaron al médico, que vio lo mismo que ellos mientras yo sentía el metal dentro de mí ardiendo, quemándome al bajar por la garganta.
Al día siguiente me quedé mudo. Ya no tenía lengua, sólo un inmenso hueco negro que exhalaba muerte y algunos ruiditos incomprensibles.
Mis dientes eran carámbanos en la entrada de esa cueva. Carámbanos rojo-carne que temblaban.
Me quedé mudo, sí, pero que mi lengua desapareciera no fue el final.
Algunos monstruos siempre tienen hambre.


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