Al
principio no podía abrir los ojos. Mis párpados se besaban con la
saliva de mis legañas y un sabor a metal oxidado se aferraba a mi
paladar. Me levanté a ciegas, tanteando a mi alrededor: una mesa, la
puerta, la textura rugosa de la pared... Y llegué al baño. El olor
a lejía me arañaba la nariz. Mis manos reptaron por los azulejos
hasta dar con el interruptor y la oscuridad se tiñó de un rojo luminoso, de rojo-carne. Con ayuda de mis
dedos, me abrí los párpados, que gimieron como velcro al despegarse.
Entonces
miré mi reflejo en el espejo. Un rostro blanco.
Mi
lengua bailó dentro de su guarida y volví a degustar aquel sabor
metálico. Abrí la boca y miré su contenido mientras dos gotitas de sangre
paseaban por mi barbilla y se tomaban de la mano antes de saltar al
vacío.
El
interior de mi boca. Mi lengua... ¿Dónde estaba el lado izquierdo
de mi lengua? Lo examiné, acercándome más al espejo. Había
trocitos de carne entre mis dientes, minúsculos, sangrantes.
Llamé
a mamá dejando el lavabo perdido. La llamé mientras cogía el hilo
dental.
¡Mamá!
¡Mamá!
Y
cuando llegó al baño, con el rostro arrugado como una mala idea, me
preguntó qué me pasaba.
Yo
abrí la boca y le señalé el vacío, pero ella no se asustó. No
tenía ni idea de a qué me refería.
¡Me
faltaba un trozo de lengua! ¿No era obvio?
Volvió
a la cama, gruñendo como un bulldog que me acostara, que me dejara
de tonterías, que era tarde. Y yo volví a mi cuarto sin dejar de
tragar sangre y saliva.
Al
despertarme al día siguiente, me faltaba el lado derecho de la
lengua, rojo-carne entre mis dientes.
Vomité,
y vomité algo oscuro y pastoso contra el brillante olor a lejía.
Ese
día no fui a clase. Mis padres no comprendían, no entendían por
qué cada vez hablaba peor, por qué masticaba mientras dormía.
Al
día siguiente me faltaba otro pedazo. Me llevaron al médico, que
vio lo mismo que ellos mientras yo sentía el metal dentro de mí
ardiendo, quemándome al bajar por la garganta.
Al
día siguiente me quedé mudo. Ya no tenía lengua, sólo un inmenso
hueco negro que exhalaba muerte y algunos ruiditos
incomprensibles.
Mis
dientes eran carámbanos en la entrada de esa cueva. Carámbanos
rojo-carne que temblaban.
Me
quedé mudo, sí, pero que mi lengua desapareciera no fue el final.
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